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viernes, 10 de diciembre de 2010

Derechos Humanos en tiempos de desilusión colectiva

Gabriela Bernal Carrera

Cuando cotidianamente la realidad y los medios nos golpean con noticias sobre inseguridad y violencia delincuencial, para una gran parte de la población, escuchar sobre Derechos Humanos resulta difícil. Periódicos y noticieros de televisión muestran en cada una de sus ediciones, unos con más tinta roja que otros, los dramáticos casos que ocurren en calles, plazas, casas y automóviles. Secuestros, violaciones, asesinatos con variaciones más, variaciones menos, se presentan como si fueran hechos consustanciales de los nuevos tiempos. Pero si bien este tipo de hechos existen y ocurren en todos los lugares, poco o nada se dice de otro tipo de violencias más soterradas y sórdidas que las publicitadas en imágenes sangrientas y grandes titulares.

Cuando pese a la deconstrucción y el fin de muchas teorías, el capitalismo se mantiene vigoroso y saludable gracias a su afincamiento en las subjetividades, todo es una mercancía, incluso la violencia. Por cierto, su publicidad contribuye a crear la necesidad de buscar soluciones alternativas para sobrevivir en las nuevas selvas de cemento que son en apariencia nuestras ciudades.

Pero probablemente lo más perverso del negocio de la violencia, es que al magnificarse ciertos tipos de violencia, la ineludible realidad de las imágenes convierte la crueldad de los hechos en el factor determinante para la deshumanización tanto de las víctimas como de los victimarios.

Es la forma de presentar cualquier tipo de violencia, la que suele despojar de la categoría de humanos tanto a quien ejerce, como a quien recibe los actos violentos; por eso, resulta difícil aceptar que deban existir Derechos Humanos para todos y todas. Este proceso lamentablemente empieza en las escuelas. Porque ni autoridades educativas, docentes o padres o madres de familia, mucho menos las personas que están fuera de las escuelas, reconocen como totalmente humanos a todos: ni los niños y mucho menos las niñas, son totalmente humanos. Personas en formación, el futuro de la patria, cualquier denominación que muestre que, hoy por hoy, no han acabado de ser. Y por tanto, con quienes todavía no son totalmente humanos se puede ejercer cualquier tipo de violencia. Violencia que nos enseñará a aguantar solas, que nos despojará poco a poco de la posibilidad de vernos como sujetas y sujetos de derecho.

Pero la escuela es solo uno más de todos los lugares donde se vive y aprende la violencia. Este aprendizaje puede ir desde el golpe directo y otras desde el sutil y no menos agresivo ejercicio de la exclusión, el sexismo y la discriminación. Libros, juegos, explicaciones de clase, ejemplos, reproducen e inscriben en la memoria de niños, niñas y jóvenes una visión de como se debe ser hombre y como se debe ser mujer, con una mensaje de subvaloración de lo femenino por sobre lo masculino de invisiblización de los unas frente a los otros.

La violencia además esta en las calles cuando los transportistas no paran para que niños y mucho menos niñas puedan subir al salir de la escuela, porque pagan menos. En la casa, cuando el grito o el golpe obligan a regresar de la felicidad de jugar para soñar, porque para llegar a ser adultos sumisos/exitosos, hay que hacer deberes largos y tediosos, que están muy lejos de la necesaria disciplina del aprendizaje.

¿Cómo hablar de Derechos Humanos a los adultos/as cuando no podemos reconocer que niñas y niños existen? No como futuro potencial, sino como seres concretos, personas a carta cabal. La Antropología ha documentado que una de las más universales de las sensaciones/violaciones es la deshumanización de quien no es como nosotros. Será imposible hablar de Derechos Humanos, cuando todavía no podemos reconocer a los diferentes (por edad, por género, por color de la piel, por pensar distinto, por tener opciones sexuales distintas), como parte de los nuestros.

Para empezar, hay que ampliar el “nosotros”, porque más allá y más acá de todas las otras diferencias, existimos nosotras. Hasta hoy, el nosotros, los sujetos de los Derechos Humanos, está reducido básicamente a hombres, blancos, sanos, jóvenes, instruidos, con dinero. Para ellos y entre ellos se reconocen los Derechos Humanos. El problema no está en la existencia o no de los Derechos Humanos; el problema radica en que aun en el siglo XXI, sigue siendo difícil llegar a ser reconocido como Humano. Ser reconocida como Humana, en tiempos de retrocesos, es todavía más difícil.

La educación es un derecho humano

El sexismo y la discriminación violan este derecho


Campaña por una educación no sexista y no discriminatoria

CLADEM – Ecuador

miércoles, 8 de diciembre de 2010

25 de noviembre: contra todas las formas de violencia

Gabriela Bernal Carrera


No hay violencia más maquillada, más sutil y perversa que la enseñanza del miedo. Encubierto de seguridad, de protección, de cobijo, de certezas, el peor enemigo de nosotras las mujeres es el miedo. El miedo que atenta contra los sueños, contra las preguntas, contra el deseo. El miedo que socava cualquier posibilidad de autonomía. Hoy, 25 de noviembre no deben ser rechazados solamente los golpes en el cuerpo, las miradas abusivas o las palabras obscenas; hoy día de la no violencia contra la mujer, debemos evidenciar las otras formas de violencia, y de entre ellas, como la peor de todas, la enseñanza del miedo.


Miedo a salir sola, miedo a hablar en voz alta y en público, miedo a mostrar amor, miedo a la soledad. Miedo a mirar con la frente alta, un horizonte ancho, pero no ajeno. Miedo a descubrir el cuerpo, miedo a descubrir los otros cuerpos. Miedo a ir a otra ciudad, viajar sola y mirar otras formas de vivir. Miedo a lo que los demás van a pensar si nos descubren riendo a solas, conversando con un hombre que no es el novio o el marido. Miedo a no ser lo suficientemente buenas para un trabajo, o para establecer una relación que valga la pena ser vivida.


¿Cómo aprendimos a tener tanto miedo? ¿Cómo es que el miedo se ha vuelto nuestra segunda piel? Como si del vientre de nuestras madres hubiésemos llegado recubiertas de miedo y no con los ojos curiosos, los oídos atentos y la boca llena de sonidos.


Aprendemos el miedo con el cuerpo. Con el cuerpo femenino que explora y es sancionado con buenas costumbres: las niñas no se trepan a los árboles, no salen a jugar a la calle. Aprendemos el miedo con el cuerpo que no cabe en las medidas ideales y que se quedará abandonado como prenda con falla a la espera de un comprador que no alcance a notar las deficiencias: las mujercitas tienen que estar bonitas, ¡¡en un mes tendremos a la princesita de Navidad de la escuela!!


Pero también aprendemos el miedo con los cuentos de princesas que esperan encerradas e inútiles en un castillo/prisión, sin aventurarse jamás más allá de los límites; sin atreverse a explorar el bosque, porque serán devoradas por ogros, lobos y cuánto malvado ser cabe en la imaginación.


Aprendemos el miedo con la trampa de la desolación, como si la soledad no fuese la primera y única condición para el verdadero encuentro con una misma y con los otros/as.


¡Cuánta violencia hay en cada amenaza! No hay ejercicio más brutal de la violencia que la amenaza, porque está destinada a minar la confianza en nosotras en los y las otras. El dolor del golpe pasará, la herida sanará, pero el miedo, la amenaza se adentran en el cuerpo, en el corazón, en la cabeza con el solo objetivo de paralizarnos. Como si estuviéramos totalmente indefensas. Como si no pudiéramos cambiar el rumbo de las cosas. Como si la única forma de estar seguras fueran la obediencia y la casa. Como si no nos hubieran parido para la aventura. Como si no pudiéramos sacar las uñas para defendernos. Como si no pudiésemos levantarnos tras la caída.

No hay violencia más encubierta que cortarnos las alas, a cuenta de una falsa seguridad que nos priva del más elemental derecho al gozo de descubrir y descubrirnos, como sujetas de este mundo ancho y tan propio.


Campaña por una educación no sexista, laica y no discriminatoria


Cladem – Ecuador